La falta de estímulos afectivos, sensoriales, físicos y ambientales producen retrasos en el desarrollo que podrían llegar a ser irreversibles. A partir de esta evidencia, en la década de los 70 se demostró que el pronóstico de los niños con enfermedades o problemas que afectan a su desarrollo psicomotor, mejoraba con la aplicación precoz de una intensa estimulación sensorial y motora, que hoy se considera fundamental en el tratamiento de estos bebés. De este modo, cuando un niño presenta un retraso, se le remite a centros especializados (hoy llamados «de atención precoz»), que además de completar el diagnóstico y tratar sus causas si es necesario y posible, inician unos ejercicios y actividades de estimulación para potenciar al máximo sus capacidades.

Tan pronto como esta estrategia fue de dominio público, casi de modo espontáneo se empezó a aplicar también a niños sin problemas, pensando que también ellos podrían obtener beneficios con una estimulación especial. No hay pruebas de que esto sea así, y si es cierto que la estimulación adecuada es imprescindible, también lo es que su exceso aplicado sin criterio es contraproducente, pues puede aturdir al bebé, frenando su propia iniciativa e incluso llegar a causarle lesiones físicas, como en algún caso ha sucedido.

Pero aun correctamente efectuada, con una estimulación «técnica» se corre el riesgo de relegar a un segundo plano la afectividad espontánea, que es un factor mucho más importante para el desarrollo del bebé que el fortalecimiento de cualquier habilidad motora. Por otro lado, tras el mismo empeño por lograr lo mejor para el hijo, algo lógico y encomiable, se esconden a veces unas expectativas desmesuradas, lo que acaba resultando negativo para el niño y frustrante para sus padres.

El niño sin problemas especiales no necesita más estímulo que el que recibe al ser atendido normalmente, cuando se responde a sus demandas y se le trata con todo el afecto que suscita. Desde el nacimiento, el mismo bebé se encarga de provocar con sus gestos la respuesta que le estimula, por ejemplo, cuando la mirada que dirige a sus padres induce y encuentra una mirada al otro lado o cuando más adelante estira la mano casi pidiendo explícitamente que le pongan un sonajero entre los dedos. Hablarle, cantarle, tocarle, abrazarle, moverle arriba y abajo, jugando y riendo con él, son reacciones normales, que, sin pretender nada, estimulan naturalmente al bebé, pero que tienen por sí mismas el valor de la comunicación afectiva.

Muchas veces se puede acertar con la actividad que más conviene al niño simplemente dejándose llevar por los propios sentimientos y observando el comportamiento y la respuesta del bebé. En cualquier caso, las funciones que se pretendan estimular serán obviamente aquéllas para las que va estando capacitado a medida que su sistema nervioso madura; ésta es otra de las aplicaciones que tiene conocer los hitos de su desarrollo psicomotor.